El pionero en psicología social, el psicólogo polaco-estadounidense Solomon Asch, se hizo mundialmente famoso en la década de 1950 al demostrar cómo las personas ajustan sus opiniones en función de lo que opinan los demás. Es decir, que según concluyó, nos contagiamos del parecer ajeno, y lo hacemos para integrarnos socialmente.
De la misma manera, también hay rasgos o virtudes que adoptamos como propios, copiándolas de los demás, tal y como décadas más tarde demostraron en un estudio ya clásico Nemeth y Cynthia Chiles.
El estudio era una variación del realizado por Asch. Si este era la constatación de cómo nos amoldamos a las opiniones generales, aquel era la constatación de que si uno demuestra tener el valor y el arrojo de desmarcarse del grupo, entonces ese valor se puede contagiar, originando mayor número de disidentes.
El valiente equivocado
En el estudio se ponía a un individuo en un grupo con otras tres personas. Se mostraba entonces una serie de veinte láminas sobre las que se preguntaba a cada miembro de qué color eran. Como todas eran azules, todos responden que azules, las veinte veces. Había total unanimidad.
A continuación, los integrantes de este grupo se disolvían y entraban a formar parte de otros grupos. Aquí los otros tres integrantes eran cómplices del investigador, así que, al presentarse veinte láminas de color rojo, la mayoría respondió que las láminas eran de color naranja. A veces las láminas parecían más anaranjadas que rojas, pero claramente eran rojas. Por eso, dado que la mayoría apostaba por el rojo, como había ya demostrado Asch, los sujetos acabaron por rendirse y por ceder a la presión de esa opinión mayoritaria.
Lo interesante vino cuando, al repetirse el experimento desde el principio, se introdujo a otro cómplice en el primer grupo, al que se mostraba las láminas azules. Este cómplice respondía que las láminas eran verdes. Se mantenía en su convicción. A pesar de que los otros participantes se sentían desconcertados por aquella respuesta equivocada, también percibieron otra cosa: que el individuo era lo suficientemente valiente e independiente como para dar su opinión, aunque esta no coincidiera con la opinión general. Era una especie de Quijote.
Por esa razón, cuando los miembros de este nuevo grupo se repartieron por grupos que debían someterse al segundo test, el de las láminas rojas, fue más improbable que se adaptaran a la opinión mayoritaria. Las láminas eran rojas, no naranjas, y no importaba tanto que todos dijeran que eran naranjas. Sencillamente, parecía que aquella primera muestra de valor e independencia había inspirado a los sujetos. De alguna manera, se habían contagiado de esas virtudes quijotescas, y ahora las desplegaban con mayor firmeza frente al grupo.
Así fue como los investigadores concluyeron que “exponerse a una opinión minoritaria discrepante, aunque esa opinión sea errónea, contribuye a la independencia”.
Estos hallazgos son particularmente importantes para entender qué dinámicas sociales se están fraguando en las redes sociales digitales. En Twitter o Facebook, por ejemplo, los algoritmos suelen hacer más visibles para nosotros a las personas y las opiniones que más coinciden con nuestro parecer inicial, así que cada vez somos menos proclives a ser testigos de ideas valientes y discrepantes, aunque sean erróneas.
Eso podría estar favoreciendo una especie de cámara de ecos ideológica en la que no solo nos adaptamos más fácilmente al sentir mayoritario, sino que cada vez nos cuesta más enarbolar una opinión divergente, dejando de formar parte de la masa gregaria.